En cada época de la historia, la juventud se presenta como un signo de esperanza y vitalidad. En cada joven, la vida se revela como promesa y posibilidad concreta de construir un mundo más justo, fraterno y lleno de amor. La Iglesia, iluminada por el Evangelio, reconoce en los jóvenes no solo a los destinatarios de su misión, sino también a protagonistas activos de transformación.
El Papa Francisco siempre recordaba que los jóvenes no son solo el “futuro”, sino también el “presente” de la Iglesia. Su alegría, su búsqueda de sentido y su apertura a lo nuevo son dones preciosos para toda la comunidad cristiana. La juventud nos recuerda que la fe no es estática, sino dinámica; no es mera repetición, sino creatividad inspirada por el Espíritu Santo.
Como Apóstoles del Sagrado Corazón de Jesús, reconocemos en la juventud una llama capaz de reavivar la esperanza en todos. Los jóvenes nos enseñan a soñar en grande, a no conformarnos frente a las dificultades y a creer que la misericordia y el amor de Cristo tienen la fuerza para transformar el mundo.
En los 16 países en los que estamos presentes, experimentamos la riqueza de caminar junto a tantos jóvenes que desean poner sus talentos, su fe y su energía al servicio de la vida. Son un signo concreto de que Dios continúa renovando su Iglesia y a toda la humanidad.
La juventud está llamada a ser luz en medio de las incertidumbres, a llevar la esperanza en el corazón y a transmitirla a través de cada gesto de solidaridad, justicia y fraternidad. Con los jóvenes, podemos sembrar un futuro arraigado en el Evangelio y lleno de confianza en el amor misericordioso del Corazón de Jesús.